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Por orden de aparición: Pablo, Natalia, Mariano, Hernán, Romina, Matías, Nicolás, Alejandro y Julieta

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viernes, 4 de febrero de 2011

Bohemios

                El la calle Nechchea, cruzando Aristóbulo del Valle, se alzaba humilde y silencioso el Club Social y Deportivo Bohemios. Con su escudo amarillo y negro, el club servía de institución multipropósito en el barrio de La Boca. Era la alternativa cercana, doméstica y bastante menos importante que el glorioso club que se encuentra en Brandsen 805 y lleva los colores del equipo de mis amores, el glorioso Boca Juniors.




                Bohemios para mi, siempre fue más bien ajeno por una cuestión de edad y de que ya desde chico tuve menos deporte que Utilísima Satelital. Sin embargo, he sido testigo de algunos acontecimientos que allí sucedieron y que por algún motivo no he olvidado en tantos años. Mi hermano era socio y alguna vez jugó al fútbol vistiendo la camiseta de tan insigne institución. En ese club vi por primera vez, cómo funcionaba una pista de automodelismo – juego que más tarde recibió el nombre de “Excalextric” - y que era de acceso público para los socios. Mi hermano compró un autito, se pasó una semana poniéndolo a punto, y lo llevó a correr un domingo a la tarde, cosechando un honroso cuarto puesto en una peleada carrera en la que se midió gallardamente contra otros tres competidores.

                En Febrero de cada año, los clubes de toda la ciudad organizaban los bailes de Carnaval. En ese aspecto, Bohemios tiraba toda la carne al asador. A mediados de Enero, una camioneta con altoparlantes recorría el barrio y se podía escuchar hasta el hartazgo su pegajoso pregón: “Bohemiosssssss sssu clú… Ocho grandes bailes ocho con las estrellas más rutilantes del firmamento artístico. Bohemiosssssss sssu clú… Venga con toda su familia a disfrutar de los divertidos bailes de carnaval. Ocho grandes bailes ocho. Y este año, con la presencia de El dúo Flash, Arco Iris, Sabú y Vox Dei. Bohemiosssssss sssu clú.

                En uno de esas noches de carnaval, un amigo de mi papá que estaba en la comisión directiva del club, me ofreció conocer a Sabú. A mi no me gustaba Sabú, pero era la primera vez que iba a ver a un cantante de cerca y eso de ser cantante sí que me gustaba. Acepté y me llevaron a una sala en la que había unas diez personas tomando cerveza y entre ellos, un pelilargo con una especie de tapado con cuello de piel – carísimo – en pleno febrero. Ese era Sabú. Le dijeron que yo lo quería conocer. “Ah, si?” dijo él y se me acercó. Me palmeó la cara y me miró con soberbia.

Hola,-  me dijo – ¿cómo te llamás?
Eduardo – le contesté.
¿Y cuántos años tenés? – Preguntó.
Ocho – le dije.
Ah. Bueno, chau – dijo y se quedó mirándome con soberbia otra vez.
Chau – le dije y lo miré con asco.
Al final, una porquería Sabú - le dije a mi viejo.

                En los carnavales de Bohemios vendían dos cosas que despertaban mi curiosidad y hacían que mis padres se arrepintiera de haberme llevado, porque a cada rato les estaba pidiendo que me compraran; las hamburguesas más ricas que comí en mi infancia – en la que no había Mc Donnald’s ni nada que se le pareciera – y el Lanzaperfume. Éste último era un sifoncito que contenía éter y cuando le tirabas a alguien le daba un segundo de frío y enseguida se evaporaba. Los blancos más buscados eran los escotes y la zona de las piernas femeninas que no cubría la minifalda ni el minishort. Era antológico ver la cara de las chicas cuando recibían uno de esos chorritos. La palabra "tarado" era la más suave y ubicada de sus respuestas.

                También en un carnaval de 1971, lo encontré al Billy – un pibe del barrio, seis años más grande que yo -  fumando en el baño. Me ofreció una pitada de un Jockey Club y yo acepté. Me agarró un mareo y un asco tan grande que juré que jamás iba a tocar un cigarrillo. Me sentía flojo, no tenía noción del espacio y me llevaba todo por delante. Estaba a punto de psicodelia como para escribir una Opera Rock. Mis viejos se creyeron que había tomado algo con alcohol y enseguida nos fuimos a casa.

                Por los parlantes de Bohemios, su clú, se podía escuchar música de rock internacional– The Beatles, The Hollies, The Rolling Stones, Tom Jones, Stocking Blue, Dawn, Christie, The Tremeoes – y también beat y rock nacional – Sandro, Palito Ortega, Los Shakers, Los Náufragos, La Jóven Guardia, Los Gatos. No faltaba tampoco el tiempo de los mayores, con Tango, Boleros y Cumbia. Pero de la colombiana, eh?
  
                Era todo un programa ir a Bohemios en carnavales. En sus instalaciones se juntaba todo el barrio y nos divertíamos con dos mangos, tuviéramos la edad que tuviéramos. Con el tiempo, los bailes de carnaval en los clubes se fueron apagando de a poco. Y la incidencia de los clubes en la vida social de los barrios también. Por eso es que desde acá, le rindo homenaje a la institución que todavía hoy se yergue en la calle Necochea 936; Bohemiosssss ssu clú.

Pero esto, ya pertenece a otra vida.

domingo, 16 de enero de 2011

El Camión de Abuelo


Mi abuelo tenía un nombre. Se llamaba José. En realidad mis dos abuelos –paterno y materno- portaban el mismo. Esta involuntaria coincidencia –que no es la única que se ha presentado en mi familia en lo que a nombres se refiere- provocó que el primogénito de mis padres –que no soy yo- rompiera con la italianísima tradición de ser llamado como los abuelos. Mi hermano mayor entonces, en lugar de comenzar a vivir siendo José José, fue llamado Carlos Alberto, sustantivo propio que en aquella época se disputaba la “Cinta Azul de la Popularidad” con Juan Carlos y José Luis. Cuando mis abuelos preguntaron azorados a qué se debía semejante sacrilegio, mi papá les dijo que era en homenaje a Carlos Gardel y Alberto Castillo, dos cantores de tango muy famosos, que se encontraban entre los preferidos de ambos Josés. De esa forma fue posible para mi hermano, gambetear tan incómoda aliteración.

Mi abuelo materno, decía, se llamaba José. Sospecho que en Italia vio la luz como Giusseppe pero al desembarcar en estas tierras en 1909 su nombre fue castellanizado por el empleado de Aduanas que selló su entrada al país. Contaba él con 8 años, de manera que mucho que digamos, no se pudo quejar si tal hubiese sido su deseo. Como siempre ocurre, inmediatamente fue rebautizado como Pepe, lo que sucede con casi todas las personas cuyo nombre es Jose. Algunos afirman que tal apelativo proviene de utilizar la primera letra de las palabras Padre Putativo teniendo en cuenta que ese era el cargo que ostentaba el carpintero José, padre de Jesucristo. Otros sostienen que es una deformación del final de Guisseppe. Vaya uno a saber cómo es esto de la tradición oral y el capricho de unos trasnochados, que hacen pasar a la historia nombres y situaciones que con el tiempo son difíciles de explicar. Casi casi como el peronismo.

A mi abuelo José, Giusseppe o Pepe, su esposa e hijos siempre lo llamaron Papito y para nosotros, sus nietos, siempre fue Abuelo. Me refiero a dos nuevos bautismos. Tanto Papito como Abuelo terminaron siendo su nombre. No era “el abuelo” sino Abuelo a secas, “Fijate si llegó Abuelo” nos decían o “Avisale a Abuelo que ya está la comida”. Más adelante volveré sobre el tema nombres; me detuve en esto para que se entienda que todo lo que pertenecía a ese hombre, no era “del abuelo”, sino “de Abuelo”. Eso marcó para mí una diferencia notoria con todo lo que conocí después. De esa manera, existían los cigarrillos de Abuelo, las plantas de Abuelo, la regadera de Abuelo y el Camión de Abuelo. Ahí, justo ahí es donde mi relato quería llegar.

El camión de Abuelo fue una institución para mí y el resto de mi familia. El único vehículo que hubo a nuestro alcance en toda la década a la que me estoy refiriendo. Era un Chevrolet del año 47 ó 50, con una gran parrilla plateada al frente y una carrocería de madera por detrás. Estaba pintado de un azul Francia que lo hacía inconfundible por las calles de La Boca y el resto de la ciudad de Buenos Aires. No creo que hubiera dos como ese, y si lo había, a mi no me importaba nada. El único camión azul que he visto a lo largo de toda mi vida, fue el camión de Abuelo.

Para llevarnos al médico, a visitar parientes, a bodas y entierros, al cine y a cualquier actividad que superara el horario de las 17, estaba el camión con Abuelo al volante. Muchos domingos calzamos la lona en la caja de atrás, unas banquetas y ahí salíamos todos a la zona sur, que era donde los hermanos y cuñados de Abuelo junto a  sus familias solían vivir. Lanús, Adrogué, Villa Domínico, Temperley, Banfield  Berazategui y City Bell vieron estacionar el bólido azul francia y descender la horda de desahogados que venía de La Boca con guitarras en manos de los jóvenes y tipos grandes con muchas ganas de cagarse de risa. 

El camión también llegaba -para nosotros los más chicos- muchas tardes cargando bicicletas arregladas, cajas con algunos juguetes deteriorados –que quedaban de la carga que Abuelo había transportado- o revistas y libros que sólo se conseguían en el Centro. Esas tardes, alguno de nosotros se comía los codos esperando que se hicieran las cinco, sentado en la vereda alta que limitaba la casa de mi abuela, como yendo para Ministro Brin. También salió corriendo algunas madrugadas en las que tuvimos dolores de muelas o anginas y se usó para ir a despedir y a recibir a los parientes que partían o llegaban de las vacaciones.

El camión de Abuelo siempre estaba ahí y era una buena cosa contar con su presencia. Además, Abuelo nunca ponía reparos en agarrar la llave y subirse a manejarlo adonde fuera necesario. En la cabina o en la caja trasera, siempre había alguien o algo que necesitaba ser transportado.

Abuelo tenía un año menos que la decena del año en curso por haber nacido en 1901. Trabajó manejando el camión hasta fines de 1979 en que ya no le renovaron el contrato de trabajo en la empresa. Cargaba con 78 años y quería seguir manejando. En el año 1984, cuando conoció a mi actual esposa y nuestros hijos, me dijo:

- Si sabía que iba a vivr tantos años más, no vendía el camión… Ahora podría llevar a tus hijos a pasear...

Pero eso pertenece a otra vida.



domingo, 2 de enero de 2011

Un gol

            Según contaban mis antepasados, mi papá era un excelente jugador de fútbol. Goleador destacado y aguerrido defensor, era el primero en ser elegido para todos los partidos que se armaban en los potreros de su infancia y adolescencia. Tampoco él lo negaba y me atrevo a postular que ese era su pequeño gran orgullo. Nunca pudo hacer valer su talento en un club conocido, porque en ese entonces, jugar al fútbol era cosa de vagos y no se manejaban las cifras que ahora nos sorprenden cuando se habla del sueldo o la cotización de un jugador. De lo antedicho puede fácilmente inferirse que sus hijos heredaron la habilidad y la destreza para la práctica de tan gallardo deporte.

            Pues no. Mi hermano y yo siempre fuimos dos troncos aberrantes. En realidad. él lo fue un poco menos porque le puso onda, dedicación y esfuerzo. Yo lo intenté en varias posiciones pero mi incipiente autocrítica me aconsejó dejarlo a un lado. Tenerlo como un “de vez en cuando” mitad porque a nadie le gusta hacer papelones de tiempo completo. Sin embargo, no quiero dejar pasar de largo un recuerdo que habla de muchas cosas a la vez. Oportunidad, solidaridad, gloria efímera y accidentes.

            Una mañana del verano de 1970, estaba yo de colado como casi siempre entre los amigos de mi hermano, cuando por la esquina de Ministro Brin, vimos aparecer al Enzo doblando por Caffarena, haciendo picar una pelota de cuero. No era lo único nuevo que traía el susodicho. También estrenaba guantes de arquero; amarillos en la palma y azules en el dorso, se afirmaban a la pelota antes de iniciar cada nuevo pique.

- Enzo…! – le gritó el Emilio – ¡Qué linda pelota! Pero esos guantes son de mersa.

- Ma qué mersa, tarado. – le contestó – Son igualitos a los de Roma. Me los trajeron los Reyes

            Como yo era el más chico –tenía siete años y la primera comunión recién tomada– todas las miradas se centraron en mi persona como tácitas guardianas de mi inocencia, protegiendo el milenario secreto que conlleva la existencia de los mágicos monarcas; porque al fin y al cabo, esos pibes eran buena gente. Mi hermano, con un guiño cómplice, les dijo que no se hicieran problema, que yo ya sabía todo porque me lo había contado el Crescen –un amigo mío un poco mayor- hacía ya un par de semanas. Sin que nadie lo propusiera explícitamente, enseguida se armó la caravana hacia la “Canchita del Puerto”, un baldío que se hallaba en la esquina de Pedro de Mendoza y Caffarena, lugar sobre el que ahora pasa la Autopista Buenos Aires – La Plata y que en ese momento era uno de los tres estadios oficiales del barrio. Por eso es que tenía un nombre. Los otros dos eran la “Cancha de la Placita Solís” –situada en el predio del mismo nombre, en la manzana formada por las calles Olavarría, Ministro Brin, Suárez y Caboto– y “El Potrero” que era un cuarto de manzana ubiado justo frente a mi casa, en la esquina de Caffarena y Caboto.

            Apenas llegamos a la cancha, comenzó el ritual del “Pan y queso”. Dos de los mejores jugadores –o en su defecto, un buen jugador y el dueño de la pelota– se ubicaban frente a frente a unos tres metros de distancia entre ellos. El primero daba un paso haciendo coincidir el talón del pie que avanzaba con la punta del que quedaba fijo, y decía la palabra “pan”. Acto seguido, el otro hacía lo propio pero pronunciando la palabra “queso”. De esa manera se iban acercando al grito alternativo de pan, queso, pan, queso hasta que en un momento, uno de los dos pisaba la punta del pie del otro y eso le otorgaba el derecho inalienable de elegir primero a los integrantes de su equipo.

            El partido se pactó “a doce” que era la cantidad de goles que daba por finalizado el cotejo y determinaba que el primer equipo que consiguiera esa cantidad de tantos sería el ganador. Promediando las acciones – íbamos perdiendo deshonrosamente por 8 a 1 – el Enzo y sus guantes se estaban transformando en las vedettes del día. Atajaba y desbarataba todos nuestros intentos por quebrar el marcador. En realidad, todos los intentos del resto de los integrantes de mi equipo, porque yo me la pasaba corriendo de arriba hacia abajo y todavía no había tocado una pelota. Este tipo de comportamiento futbolístico sería mi marca, mi sello indiscutible de cara al futuro.

            Sin embargo, en un momento, mi hermano recibe un pase milimétrico del Marciano. Le devuelve la pared y pica para recibir el nuevo pase mejor ubicado en diagonal al arco. Yo andaba boyando por ahí, pensando en que mejor hubiese estado en casa con un Isidoro o andando en bici. Mi hermano recibe la devolución, y cuando va a patear al arco me ve; se frena en el aire y en lugar de disparar me envía un pase corto mientras me grita:

- Tomá, hacelo.

            Yo veo venir la pelota, mientras en el radio de visión, y por la derecha, las palmas amarillas de los guantes del Enzo comienzan a encandilarme, a tiempo que éste va saliendo de la valla para achicarme el ángulo de disparo y frustrar para siempre mis ilusiones de goleador. Calculo el momento de la llegada del balón y lanzo un potente puntinazo en dirección al arco, apretando los puños y cerrando los ojos. La pelota pega de lleno en la nariz del desdichado arquero, describiendo luego una rara parábola  cruzando la línea imaginaria trazada entre dos montoncitos de ropa que hacían las veces de postes.

            ¡Goooooolll…! Gritamos todos, saltamos y festejamos. Yo me fui corriendo a buscar la pelota con la que había facturado mi primer gol; algo emocionante y un con sabor que yo desconocía. Me vinieron a abrazar y me levantaron en andas. Me transformé entonces en el héroe de la jornada, porque además, el partido terminó en ese mismo instante. El Enzo se levantó del piso chorreando sangre de la nariz. Se sacó los guantes – que ahora también eran de color rojo – me pidió la pelota y sin hacerla picar, se fue a su casa a practicarse los primeros auxilios correspondientes.

            Muchos años después tuve la oportunidad –y esta vez de cabeza- de concretar el segundo gol de mi historia futbolera. Pero no fue festejado por mis compañeros ya que se trató de un fatídico gol en contra.

Pero eso, pertenece a otra vida



domingo, 26 de diciembre de 2010

El Winco

                La música estuvo presente en mi vida -desde que tengo memoria- en casi todas sus manifestaciones.  Sobre todo las de índole popular. Tango, folklore, boleros, beat, baladas, rock y demás géneros le pusieron banda de sonido a mi infancia. No recuerdo un sábado de aquellos –más o menos a partir de los seis años- en que no me despertara un tango de Julio Sosa, disco que mi papá colocaba ansioso en el Wincofón y acompañaba sus sabatinos mates.

                El “winco” –como cariñosamente se llamaba al tocadiscos- llegó a mi casa una tarde de 1968. El primer y único disco simple que arribó junto con él, fue “Estelita” de Leo Dan, que era una de las canciones preferidas de mi mamá. Gozamos asombrados de la maravilla tecnológica que era para nosotros ver cómo funcionaba el tocadiscos, toquetear las perillas de  volumen y tono, colocar el disco en el eje, verlo caer, darlo vuelta, repetir la operación y observar cómo se encendía una “W” roja que había en el panel del frente.


                Los que ahora utilizan formatos musicales como Mp3, discos compactos y dispositivos USB en sus computadoras, sepan que antes los envases de la música eran bien distintos. Los músicos grababan dos temas para conformar un “simple”, que era un disco de unos quince centímetros de diámetro, con una canción en cada cara del mismo. Si el simple andaba bien, es decir, si se vendía, las compañías discográficas le daban al músico la posibilidad de grabar un “long play” -larga duración- que era un disco más grande ya que contenía cinco o seis canciones de cada lado, y que podía o no incluir el simple al que ya hemos hecho referencia. También había discos de media duración que tenían tres o cuatro temas de cada lado, pero no eran tan comunes.

El disco consistía en un surco en forma de espiral, “tallado” en una superficie de pasta primero y de vinilo años más tarde. El surco era recorrido por una diminuta “púa”, la cual “leía” los datos impregnados en el mismo, girando a una velocidad de treinta y tres revoluciones (vueltas) por minuto en el sentido de las agujas del reloj. Dependiendo del tamaño físico del disco, también podía venir en dieciséis, cuarenta y cinco o setenta y ocho revoluciones por minuto. El winco tenía un selector para cada velocidad. Los sonidos eran transmitidos al parlante frontal del winco, por el que salían amplificados, llenándonos la vida de música.

Estelita
Qué linda que está…
Estelita
Podría con usted conversar…

Estelita…

Después de una semana en la que sonó Estelita a toda hora, lo único que mi hermano y yo nos preguntábamos era por qué la dichosa “Estelita” no le decía que sí a este tipo de una puta vez, así nos dejaba de joder con su respetuosa timidez. Estábamos hasta la pera de Estelita, o como se decía por aquella época, “hasta la coronilla”.

                Es probable que mi papá haya descubierto la desesperación, el odio y el hastío en nuestras miradas, y por esa razón decidió ampliar y diversificar la discoteca. Compró entonces un long play de Julio Sosa y ahí comenzó la cadena. Ahora, además de Estelitas había una colombina que puso en sus ojeras, humo de la hoguera de su corazón, tipos que querían encontrarse de nuevo con novias ausentes para expresarles todo su rencor, y otros que volvían vencidos a la casita de sus viejos, en las que los recibía un viejo criado –de manera que ni tan casita, era más bien un palacio con dependencias de servicio.

                El winco se portó muy bien; nos acompañó y se mantuvo fiel a nosotros. Más adelante comenzó a recibir los discos de mi hermano y los míos. Conoció una nueva casa bastante lejos de La Boca y siguió funcionando correctamente, hasta mediados de 1981 en que yo tuve mi primer equipo de audio.

Pero eso pertenece a otra vida.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Introducción

                El tiempo que nos toca vivir se encuentra plagado de elementos electrónicos. Hornos de microondas, televisores de LCD, reproductores de música en formato MP3, teléfonos celulares con cámara de fotos y video incorporadas, computadoras de escritorio y personales, conexiones a Internet y un sinfín de aparatos que hacen de nuestra vida un paraíso digital que nos conduce por el sendero unidireccional de la tecnología de punta.
                Yo soy uno de los que –dentro de sus exiguas posibilidades- disfruta de éstos y otros avances tecnológicos y me gano el diario sustento trabajando como analista programador en una empresa de marketing telefónico. Me toca presenciar cómo el avance de la tecnología reduce cada vez más la brecha entre lo probable lo posible, cómo soluciona y allana las dificultades con sólo pulsar un par de botones y ver el inmediato resultado con ojos llenos de incredulidad.
                Esta es la realidad que nos circunda y nos contiene, casi en las postrimerías de la primera década del tercer milenio de historia. Este es el momento en el que me siento a escribir una colección de pequeños relatos dedicados a mis nietos -que tienen entre siete y diecisiete años- en las que quiero contarles que hubo otro tiempo analógico, más inocente y menos pretencioso. Que no fue mejor que éste sino que fue diferente. Un lapso en el que no sabíamos que nos hacía falta estar rodeados de microprocesadores para vivir y divertirnos. Y no lo sabíamos mayormente porque todavía no se habían inventado.
Lo más probable –si tengo que ser sincero- es que mis nietos ni se enteren de la existencia de estos opúsculos. Caso contrario –de enterarse- sólo imagino a uno de ellos leyendo las primeras líneas, antes de cerrar el cuaderno para siempre e irse a escuchar un tema de reggaetón. Sin embargo, no me dejaré vencer de antemano y arremeteré de lleno con el testimonio.
                No se tome lo que escribo como una oda a la nostalgia, ni se especule con intención de ponerle fichas a la frase “Todo tiempo pasado fue mejor”. No creo en ella porque me parece parcial y lacrimógena. Es bien sabido que nuestro cerebro utiliza la memoria selectiva para ocultar los recuerdos angustiosos que todos tenemos, y por medio de ese procedimiento nos facilita el tránsito por los caminos que se abren a nuestro paso. Nadie tendría la capacidad de afrontar nuevos desafíos, equipado sólo con viejos dolores.
Las historias que relataré, son verídicas en un noventa y siete punto ochenta y dos por ciento y me tienen como involuntario protagonista. Con el charme que me caracteriza y me precede, voy a contar sucesos representativos que acontecieron entre 1962 y 1972, años en los que viví en La Boca en dos casas al mismo tiempo o más o menos alternativamente. No garantizo la veracidad de relatos entre 1962 y 1966 ya que el testimonio de un bebé y un chico de cuatro años no tiene mucha validez legal que digamos, y la media lengua hace poco menos que ininteligible lo que el susodicho niño pretende relatar.
Tengo en la actualidad 48 años y todas mis facultades mentales en condiciones –aunque muchos de mis detractores se empeñen en afirmar lo contrario- de manera que me pongo a revolver recuerdos antes de que ese chiste malo de la vida llamado “vejez” me empiece a poner palos en la rueda. O en otros distritos corporales que por buen gusto no mencionaré en estas páginas. Me propongo hacer algo que llevé a cabo durante toda mi vida: Contestar preguntas que nadie me ha formulado jamás. Pero esta vez lo hago en forma escrita, no vaya a ser que algún día, aparezca el mezquino periodista que se empeñó en ignorarme durante toda mi vida, quiera saber alguna episodio de mi infancia y yo no esté vivo o en condiciones de responderle. Esto último vendría a cumplimentar uno de los papeles que siempre quise interpretar: el de “entrevistado”
Así pues, intentaré traer mis recuerdos y plasmarlos acá. Ojalá me sea dada la alegría de despertar el interés de mis amados nietos y quizás de algunos más. En principio, me permito el inmenso placer de hacer una de las dos o tres cosas que más me gustan, y que es escribir. Las otras, las que no estoy nombrando aquí, seguramente serán descubiertas a lo largo del relato.
Los llevo entonces al barrio de La Boca de los años sesenta, poblado de inmigrantes italianos como mi abuelo Pepe. A la calle Agustín Caffarena, a los números 80 y 150 que fueron las casas en las que viví casi al mismo tiempo…